Tuesday, April 26, 2022

A mi padre, con amor

     


    Este corazón mío se regocija de alegría al recordar los buenos tiempos con mi padre. En especial aquel último viaje que logramos hacer juntos a Nicaragua.  Un vuelo de medianoche, de esos que matan a cualquiera y lo dejan a uno exhausto.  Con exactitud, un mes antes de que el virus ominoso llegara y dejara a la humanidad atónita y aislada. “¡La Divina Providencia que nos acompaña siempre!”, hubieras dicho ahora con tu fe inquebrantable.  

    El frío y la llovizna de aquella noche angelina no lograron borrar la sonrisa mágica que se dibujaba en tu rostro esperanzado.  Parecías chavalito con juguete nuevo, con los ojos iluminados y contentos. Cierro los ojos y te añoro, con tu inseparable gorrito de pitufo, tu maleta roja y tu bastón en la mano.  La fila interminable de pasajeros con sus cajas, mecates y encargos nos sorprendió escapando por las puertas del aeropuerto, zigzagueando como una oruga de humanos y perdiéndose en una acera sin fin.  Respetuoso de las buenas costumbres como eras, buscamos resignados el final de la cola. Vigilábamos, impacientes, alguna silla de ruedas que, por casualidad, alguien hubiera dejado abandonada en aquel mar de viajeros.  Aun con tus antiguos dolores que soportabas estoico, te mostrabas feliz y tu alegría nos contagió a todos.  Tomando selfis y haciendo bromas, obedecimos por fin el llamado de la tierra húmeda que te vio nacer un nueve de mayo.  

    Nada detuvo tu marcha, ni siquiera la inacabable terminal internacional de un aeropuerto en construcción. Lograr llegar a la ansiada puerta de embarque en un camino infinito de flechas, recovecos y pasillos era todo un reto y lo lograste sin quejarte, lleno de ilusión.  Casi perdemos el avión porque en el chequeo de la aduana, entre tanta gente honrada, alguien perdió un zapato y la fila no avanzaba.  Entre percances e imprevistos surcamos los cielos y acortamos distancias aquella noche memorable colmada de insólitas anécdotas. 

    Deseaste desde lo más profundo de tu ser volver a bañarte en el mar azul de tu niñez y trazar, una vez más, los antiguos pasos de juventud.  Te despediste de tus lagos y volcanes con el corazón abierto, con los pulmones llenos de aire patrio, con la fina arena gris deslizándose en tus pies cansados y amando sin condiciones aquellos que te amaron.  Se te cumplieron tus últimos anhelos, mi viejito querido, soy feliz testigo de ello.  



Diciembre de mis recuerdos


Tú que estás lejos de tus amigos 
de tu tierra y de tu hogar
y tienes pena,
pena en el alma
porque no dejas de pensar.

Tú que esta noche
no puedes
dejar de recordar,
quiero que sepas
que aquí en mi mesa
para Ti tengo un lugar.


    En aquellos diciembres de mi niñez, las primas recorríamos la casa entera de los tíos inventando juegos y descubriendo secretos empacados en papel de regalo. A medida que iban llegando, otros miembros de la familia colocaban sus obsequios al pie del árbol de Navidad para deleite de nosotras que llenas de curiosidad no queríamos perder ningún detalle. La tele con su imagen en blanco y negro, interrumpía de vez en cuando nuestros juegos para alegrar el ambiente con algún comercial de moda que cantábamos de memoria: En el nuevo año venidero, se lo deseamos placentero, saboreando la vida por entero.... Los primos varones se entretenían afuera en la calle, aprovechando la fumadera de "los grandes" que entre tragos, boquitas y música se divertían observando a los muchachos. Candelas romanas, bombas y triquitracas  explotaban una tras otra, dejando en el pavimento los rastros de pólvora, periódicos y uno que otro cachinflín que se había escapado y no había explotado a tiempo en su apretada envoltura roja.


Yo no olvido el Año Viejo
porque me ha dejado cosas muy buenas
me dejó una chiva, una burra negra
una yegua blanca y una buena suegra...

    Finalmente, después de tantos cohetes, Pepsi-colas, juegos, abrazos de media noche, Misa de Gallo y ojos cansados, venía mi hora favorita: la cena familiar. Nos reuníamos las diferentes generaciones en una enorme mesa decorada para la ocasión, donde relucían y llamaban mi atención unas grandes manzanas coloradas y racimos frescos de uvas, frutas que no se acostumbraba ver en el país más que para esas fechas. Interminable para mi estatura, nuestra mesa parecía alargarse un poco más cada año a medida que los primos mayores se casaban y nuevos parientes pasaban a formar parte de nuestra familia. En el lugar de honor de la mesa se sentaba la abuelita con sus hijos a ambos lados. De mayores a menores, el otro extremo de la mesa era territorio reservado para nosotros, los chavalos y los “jóvenes de corazón” que entre bromas y sonrisas insistían que de ese puesto nadie los movía.

    Comenzaban las presentaciones, los discursos, el brindis. No faltaba el primo bohemio que, levantando su copa y declamando sus versos, erizaba la piel y robaba la atención incluso de los más pequeños:


"Por esa brindo yo, dejad que llore,
y en lágrimas desflore
esta pena letal que me asesina;
dejad que brinde por mi madre ausente,
por la que llora y siente
que mi ausencia es un fuego que calcina.

Por la anciana infeliz que sufre y llora
y que del cielo implora
que vuelva yo muy pronto a estar con ella;
por mi Madre bohemios, que es dulzura
vestida en mi amargura
y en esta noche de mi vida, estrella..."


    Al igual que los amigos del poeta, nuestra mesa también callaba no queriendo profanar el sentimiento nacido del dolor y la ternura.

    Rompía el silencio, los aplausos, los gritos, la algarabía. Las manzanas y las uvas una por una desaparecían de los centros de mesa, como si disfrutaran saltando de mano en mano entre los chistes y las risas de los presentes: "Ella se llevó una", "yo vi que se la metió en la cartera", "vos ya te comiste dos" ¡no te las comás todas!". Venía enseguida la delicia de la noche, el pavo o chompipe, con el relleno preparado para la ocasión de manos y esfuerzo de las tías. Sabíamos que después de la comida vendría el riquísimo Pío V, cuyo "quinto" había sido substituido cariñosamente con el nombre de la tía, quien con tanto amor lo preparaba año tras año, inmortalizando de esa manera su receta en nuestras vidas.

    Aún recuerdo a las tías, las manzanas, la alegría y una que otra nota de esta mi canción preferida...

Me perdonan que me vaya de esta fiesta,
pero hay algo que jamás podré olvidar,
una linda viejecita que me espera
en la noche de esta eterna navidad...
Faltan 5 pa' las doce...

Escrito por Martha Isabel Arana
Fotografía: Cristina Trejo

Treinta años después

     ¡Dicen en la pulpería que ya los muchachos se tomaron el comando! – comentó mi madre de prisa mientras se subía al carro. ¡Vámonos del centro! ¡Vámonos de aquí! – En ese mismo momento un soldado de la Guardia Nacional abría fuego violentamente en una esquina, vaciando su ametralladora en la historia de mi pueblo. En la confusión solo escuché el grito desesperado de mi padre que nos decía ¡agáchense que nos mata! Sin embargo, siendo una niña, la curiosidad y el miedo me dejaron clavada en el asiento trasero del carro, viendo, escuchando, grabando en la memoria como milagrosamente nos salvábamos aquel día de aquellos disparos al azar que no llegaron a alcanzarnos.

    El año pasado y 25 después, camino cerca de aquella misma esquina donde un guardia disparara, para visitar el Museo de Mitos y Leyendas de León. En vez del soldado de mi historia, la estatua de un guerrillero me saluda en la entrada del museo con una piedra en la mano. Lo que fue en aquel entonces la Cárcel, la 21 (llamada así porque fue edificada en 1921) es ahora el lugar donde los mitos y leyendas se reúnen como muestra palpable de las creencias y supersticiones de nuestro pueblo.

    Una muchacha de sonrisa amable, estudiante de segundo año de turismo, según nos dijo, se ofrece a darnos el tour. Como un poema macabro que ha tenido que aprender, nos recita de memoria y casi sin respirar las historias de nuestras leyendas y los horrores de las torturas de la famosa 21. Nos anuncia que es una lástima que hayamos llegado en ese momento. Se acaba de ir la luz, como todas las mañanas, y no podremos escuchar los efectos y voces de los espantos.

    “Allí metían de cabeza a los hombres que estaban torturando” nos dice señalando unas piletas a mano derecha. “Dicen que les hacían tragarse unos botones amarrados a un hilo y después se los jalaban”. A mí me da escalofríos y prefiero enfocar con mi cámara a La Llorona que tomarle fotos a otras espantosas memorias.

    Me percato entonces que aunque el tiempo ha pasado, algunas escenas quedaron aún flotando en el aire, listas para empaparme sin aviso como aguacero de mayo. Mis antiguos miedos de muerte, violencia y destrucción han quedado aparentemente atrapados en amarillos libros de historia, nítidamente doblados para no perder la página donde había quedado. Otros, tercos como este, se escapan furtivos y finalmente me liberan.

Adiós mi vieja Managua

     


    Es una lástima que estuviera yo tan pequeña la noche del fatídico diciembre de 1972 y solo recuerde un par de fugaces detalles de la vieja Managua. Crecí viendo a mi ciudad tras alambre de púas, en escombros, con paredes rajadas e interiores semi desnudos, sin techos ni paredes, dinamitada. Aprendí a conocer de memoria los cuentos del famoso malecón, los parques y las alegres avenidas, porque las personas mayores añoraban sus recuerdos en cada reunión familiar, como queriendo exorcizar los temores de tiempos nuevos. Amé a Managua a través de los ojos de otras generaciones, con nostalgia de épocas mejores, con resentimiento hacia el terremoto que nos arrebató nuestro orgullo. La antigua capital fue para mí la imagen tras la vitrina, el objeto deseado pero nunca obtenido. Aquella ciudad que estuve a punto de vivir, pero llegué ya tarde.


    Las primeras memorias de mi niñez parece que comenzaran, irónicamente, la noche del terremoto. Esas ráfagas, aparentemente olvidadas, vuelven como olas de mar cuando miro imágenes de países viviendo experiencias similares, ayer México y Perú, hoy Haití. Mi Managua se mecía violentamente hace 37 años y los vecinos lloraban, persignándose, jurando que era el fin del mundo en una madrugada interminable de miedo y fatalidad. No estaban tan lejos de la realidad, era el fin de una época, solo el comienzo de nuevos eventos en nuestras vidas.


    Yo era demasiado pequeña, no recuerdo los incendios que estallaban por todos lados, por ejemplo, ni podía comprender en sí, las consecuencias de todo lo que se nos venía encima. Mi mente de niña solamente captaba detalles de cosas extrañas o fuera de lugar que nunca había visto. Una panita verde con agua en el suelo me intrigaba porque de vez en cuando cobraba vida y se movía sin tocarla. El carro rojo de la familia se balanceaba como campana sin sonido, como si el espíritu de la noche lo tuviera poseído. Una vecina gritaba palabras que no entendía y alguien pasaba por la calle sollozando 
¿mi familia, donde está mi familia? Mi gente me rodeaba con rostros llenos de expresiones que yo jamás había visto, rezando y clamando ¡Sangre de Cristo!, cada vez que temblaba. Mientras tanto mi querida Managua, la que murió sin dejarse conocer bien por toda mi generación, la que se fue sin darnos tiempo de darle un beso, sucumbía ante la naturaleza que nos mecía a todos, aprovechando la oscuridad, sin piedad…

El lamento de la Mocuana

     La pérdida súbita de su inocencia caía sobre ella más fría y pesada que la oscuridad de la cueva que la amortajaba. El derrumbe de las piedras en la entrada aún resonaba en el esqueleto de su alma, como campanas que demasiado tarde le advertían del gran error que en nombre del amor había cometido. Silenciosa meditaba sobre el maldito y bello momento que conoció al blanco conquistador que con sus ojos claros como el cielo del Valle de Sébaco, y el cabello tan rubio como el oro que guiaba su destino, había hecho de ella un simple objeto de placer.

    Acababa de ser enterrada en vida por el hombre que amaba. Había sido cruelmente engañada por aquel que la había convencido para que confiara en él y le contara el secreto del lugar donde el cacique, su padre, guardaba el tesoro que pertenecía a esta región esteliana. Generosa, lo había guiado hacia el lugar ambicionado y al obtener las riquezas, el ingrato había partido, dejándola muriendo de dolor, perdiendo poco a poco el juicio con cada lágrima de desesperación que derramaba por él.




    Su padre se lo había advertido. Los blancos no se habían resignado con los regalos de oro que al principio de su llegada él les había obsequiado. Lo había notado en la codicia que se dibujaba en sus brillantes ojos al apreciar el precioso metal. Lo había adivinado en la lujuria que traicionaba sus miradas al contemplar a las jóvenes mujeres de la región.

    En su encierro, la hermosa india no le temía a la oscuridad y al silencio. Había crecido corriendo en los cerros, disfrutando el agua fresca de los ríos, jugando en la montaña. Encontrar la salida de la cueva no era su problema. Era otra clase de oxígeno el que su ser necesitaba. Había traicionado la confianza de su padre, había perdido la luz tierna de esos ojos que tanto amaba, y sospechaba que en su vientre una nueva vida comenzaba a latir.

    Cuenta la leyenda que la actitud de su amante y su sentimiento de culpa provocó que ella perdiera la razón. Otras versiones de esta historia aseguran que fue el cacique enfurecido quien la encerró en la montaña, condenándola a un castigo eterno a pesar de conocer su estado de preñez. Sea cual fuere la triste situación, desde aquel momento la bella joven se convirtió en la Bruja de la Mocuana, espanto temido en toda la región. Se rumora que invita a los hombres que recorren los caminos a seguirla hasta la cueva, y ellos, seducidos por su negra y larga cabellera y su hermoso cuerpo, no pueden declinar la invitación. Otros aseguran que se roba y asesina a los recién nacidos, y como pago por su delito deja a los padres del niño algunas pepitas de oro como un recuerdo macabro de su infortunio. 

Ilustración de texto: David Alfaro Siqueiros

Los duendes que no emigraron


     Un poco desorientada por los ojitos curiosos de los sobrinos ya grandes y los nuevos vecinos que llenaban de alegría las calles de su antiguo barrio, buscaba consuelo en los recuerdos del último día que estuvo en su tierra, añales atrás. La mañana aquella bonita y fresca que quedó para siempre grabada en su corazón. El día aquel que salió con una maletita vieja y una caja de encargos olorosa a quesos y pinolillo para los parientes lejanos que le habían enseñado a querer, pero que jamás había visto. Recordaba la inocencia con que marchó al norte, pensando que en los Estados Unidos no habría café, ni frutas, ni panes, porque la gente que regresaba no paraba de decir que extrañaba mucho las rosquillas, los jocotes y el cafecito del norte.

    Volvía ahora con un corazón cambiado, con los ojos llenos de mundo y con nuevas experiencias limpiamente organizadas en su maleta nueva. Ahora sabía de computadoras, preparaba año con año sus taxes, leía el periódico on-line y hasta entendía un poco la causa de la caída precipitosa del stock market porque había comentado los eventos en los message boards. Ya no creía en supersticiones, ni en caminos embrujados poblados de duendes con pies volteados y cotonas coloradas. Contenía la risa recordando que cuando salió del pueblo se fue preocupada, pensando que los duendes se irían con ella, hostigándola, tirándole piedritas y llamándola por su nombre, como hacían los chavalos enamorados con las muchachas bonitas. Después de todo, ¿quién no sabía que el famoso duende de Yalagüina, el que cargaba de flores y le tocaba guitarra a la Juanita Vindell, había emigrado para Honduras? ¿O de los duendes bandidos de Cuapa que se fueron detrás de la mamá de la Florita para ayudarle a cargar la bacinilla en la mudanza? Pero no. Estos duendes fueron menos aventureros y no se fueron con ella para ningún lado. Jamás los vio en los Estados Unidos, ni siquiera en los barrios de Miami o San Francisco, donde abundan los nicas y huele a nacatamales gringos.

    Sus creencias fueron tomando un nuevo matiz y aprendieron a hablar un nuevo idioma. Su vocabulario cambió de ceguas, duendes y mocuanas a Weeping ladiesBloody Mary (con sumo cuidado de no repetir el nombre tres veces frente al espejo en un baño oscuro), leprechaun y haunted houses. La contaminación eléctrica de su nueva vida contribuyó a que olvidara con el tiempo las leyendas de su tierra, donde la superstición era el hábitat natural de los espantos del pueblo y sus extravagantes cuentos de camino. 

    Se levantó de la mecedora y se lanzó a la noche a recorrer el viejo camino de tierra sin temores ni remordimientos. No se percató que detrás de un árbol de chilamate, calladitos y sin prisa, estaban espiándola otra vez los mismos duendecitos de sus temores de antes. Allí estaban, con sus piedritas en la mano, afinando sus vocecitas para cantarle historias de amor. Tan cerquita a ella como su propia sombra, listos para susurrarle que seguían fieles al pueblo y al regreso de ella. Ansiosos de decirle que la tierra, al igual que sus espantos, jamás olvida al que emigra. Allí habían estado esperando volver a verla, haciendo alboroto detrás de los ventanales del aeropuerto, esperando ver que les llevaba, listos a que cruzara el umbral mágico de Nicaragua para ayudarle a cargar su maleta.

Escrito: Martha Isabel Arana
Fotografia: Cristina Trejo

Las noches del 79 y el platillo volador

     Todo había pasado por nuestro repertorio de niños con futuro incierto que se entretenían a jugar para no sentir.  Benottos y Shoppers, hula hoops, los huevos en las esquinas, sal y pimienta, stop, 123 queso.  Tardes de rayuela y Harold Lloyd colgado en su mundo blanco y negro de un reloj.  Un Monopolio viejo secuestrado del armario de alguien, patines de hierro con frenos azules, el cero escondido, el pegue corrido y también el congelado.  Ya habíamos asaltado el parque, jugado jacks, hecho varias excursiones de inspección a las futuras etapas del reparto y visitado la casa de los fantasmas, la que tenía un arbolito enfrente, que era la primera de la cuadra.  Habíamos cazado mariposas y contado cien de los mejores chistes en las aceras cálidas del barrio.  Nos habíamos aprendido de memoria el LP de Grease, en una jerga que cantábamos al unísono, igualita según nosotros al idioma inglés. Habíamos practicado los pasos de Travolta, Village People, ABBA y su Dancing Queen

    Habíamos hecho casi de todo, tengo que aclarar, porque en los primeros meses del 79' a los chavalos de "La Colonia" nos dio por jugar eternos partidos de kickball.  Nada interrumpía nuestros juegos, solo alguna patrulla de la Guardia Nacional que pasaba en nuestra calle de vez en cuando y dejábamos nuestras bases a regañadientes para dejarlos pasar.  Los ojos vacíos y sin esperanza de los soldados se cruzaban con los míos, mientras los cascos verde olivo saltaban levemente en sus cabezas de muchachos demasiado jóvenes, al ritmo de sus vehículos militares.  

    Ni la guardia ni la casa de los fantasmas de la esquina, la del arbolito, habían logrado que desistiéramos de nuestros partidos nocturnos. 1, 2, 3 ... ¡Estás out! ¡Estás out! Y cambiábamos de posición en un bolero sin fin, bailado al ritmo de las ocasionales balaceras de León, que en aquellas tardes que iban y venían, parecía que era la única melodía de fondo. 

    Una noche, alguien comentó que estaba apareciendo un platillo volador en el techo de la casa de mi vecino.  Un cuento bastante curioso al que no prestamos mucha atención. Unas noches más de juego y otra vez el rumor.  El miedo fue escalando y el temor fue tal, que dejamos de jugar kickball por un tiempo.   Preferimos pasar nuestros ratos libres en sitios más seguros como el cuarto de algún vecino, cantando 
Se va el Caimán.  Yo estaba aterrorizada.  Después de todo, el platillo volador seguramente se había movido y cualquier día estaría sobre mi ventana.  No olvidemos, era yo la vecina con grandes posibilidades de ser visitada.  No quería salir de mi casa y si salía, no quería volver.  Sobre todo porque los chavalos de La Cuchilla, el vecindario contiguo, me aseguraron que por donde ellos vivían andaban escondidos detrás de los matorrales del charco de las ranas, unos hombrecitos verdes y enanos.  


    Finalmente, una noche, después de tanta espera y angustia, alguien llegó gritando a nuestro grupo... ¡Allá está, allá está el platillo volador, corran a verlo, otra vez, en la casa de los Argüello!  Salimos todos apresurados a ver y sí, efectivamente, esferas ovaladas de luz blanca crecían y se contraían a lo lejos.  Nos quedamos todos atónitos observando el fenómeno, congelados, quietecitos, extasiados.  Alguien corrió a alertar a los dueños de la casa para que se cuidaran que no se los llevaban los marcianos (en aquella época les llamábamos marcianos y no tenían ojos negros ovalados).    Pero los extraterrestres no se los llevaron ni a ellos, ni a mí, porque no había tales.   Resulta que don Carlos era soldador y en los ratos libres se ponía a trabajar en sus proyectos nocturnos.  Por cuenta, las chispas de su equipo se reflejaban de alguna manera en la antena de su casa cuando él encendía la antorcha y ese era el deslumbre que nosotros mirábamos.  Por lo menos eso fue lo que yo entendí, que por no ser soldadora ni electricista nunca supe bien el cuento.  

    Ya nadie volvió a hablar de los marcianos, si eran verdes o parecían enanos.   Desde entonces y a lo largo de los años, jamás me los volví a encontrar. Ni a ellos, ni a los chavalos de las noches del 79.  Todos nos fuimos para otros mundos.
 


De manos de una inmigrante

     Me lo decís a mí que ya no me cuentan cuentos.  Llevo 25 años y más de la mitad de mi vida viviendo en esta tierra ajena, tan diferente de la mía.   Si acabás de venir de Nicaragua, pudiera contarte  algunas mentiras que a veces fluyen solas con la excusa de alimentar piadosamente la esperanza del recién llegado.  Pudiera decirte, por ejemplo, que con el tiempo ya no vas a sentir la nostalgia que ahora te invade. Pero allá vos si querés creerlo. Tampoco me atrevo a decirte que dentro de 20 años y un día, después de trabajo arduo y honrado, probablemente vas a estar igual que como viniste.  Ojalá que estés mejor económicamente, pero nadie te garantiza eso.  A lo mejor vas a estar en peores condiciones, todavía ilusionado con aquel famoso sueño americano de los cielos azules y las estrellas blancas.  Sí, acordate, aquel que nos hicieron creer y para muchos no fue sino un oasis en el desierto árido de la vida de inmigrante.  Mucho menos quiero insinuarte que no va a ser tan fácil volver a Nicaragua cada año, ni que vas a poder regresar cuando te dé la gana, porque cuando te das cuenta, ya el calendario ha cambiado sus fechas y comenzaste a echar raíces en esta tierra. ¡Cuántas ilusiones vamos dejando tiradas en el camino los inmigrantes con el correr de los años! 


    Te voy a contar lo que me pasó.  Cuando vine a Estados Unidos (el lugar que el destino me señaló para pasar mis días y no me acuerdo de habérselo pedido) la novedad fue una droga que me hizo olvidar Nicaragua por un tiempo.   Se me nublaron los sentidos y se me atolondró el alma con tantas cosas bonitas, nuevos sabores, personas y nacionalidades diferentes que despertaron mi interés.   En mi afán por olvidarme y no deprimirme, me apresuré a adoptar la nueva cultura y hacerla mía.  Quise incrustarla bajo mi piel, olvidarme de todo lo pasado y comenzar una nueva vida.  Estudié, aprendí, socialicé, me enamoré, trabajé de sol a sol. Todo perfecto. Al pie de la letra, como señalaba el manual de supervivencia que yo misma me había impuesto. Pasado el tiempo, cuando lo diferente se volvió rutina y las tardes se presentaron monótonas, comenzaron a colarse de a poquito los recuerdos de aquellos años de niñez que ya nunca volverían.  Me visitaba en mis sueños, misteriosa, la visión de volcanes majestuosos reflejados en aguas cristalinas.  Comencé a añorar, casi sin darme cuenta, aquel olorcito a desayuno nicaragüense, dulces, especies, frutas escandalosamente tropicales con sabores exquisitos como las bromas y carcajadas que nacían espontáneas en las tertulias familiares.  No sé ni como pasó, pero comencé a añorar lo que pensé que nunca me haría falta.  Después de cantar tantas canciones de moda en inglés con mi acento hispano, se me salían las lágrimas cuando escuchaba de algún viejo cassette el son de las marimbas o el rasgueo de una guitarra lejana, instrumentos que siempre me parecieron enviados por los dioses para ser acariciados por los dedos fuertes de un nica. La nostalgia se acentúa cuando otras penas te acompañan.  


 
     Una vez pasada la euforia de los primeros tiempos, comencé a sentir la soledad helada que se vuelve compañera constante de aquel que se atreve a volar lejos de los brazos maternales de la patria que le dio la vida. Comenzaron las desilusiones y los eventos diarios que fueron secándome el alma a pura lágrima de decepción e impotencia.  Aprendí lo que es el racismo y el etnocentrismo perturbador.  Se burlaban de mí porque hablaba "chistoso" o porque mi cultura era distinta.  Supe que no debía decir palabras naturales de mi léxico como pinche (tacaño), chingo(corto) o arrecho(muy enojado) sin que la gente se escandalizara por mi franqueza al escupir malas palabras, según ellos. Me dolía cuando decían que jamás habían escuchado el nombre de mi adorada Nicaragua.  Me ardía ser parte de estereotipos estúpidos.  Como aquella tarde hace muchos agostos, cuando alguien le dijo a mi entonces novio que no se casara conmigo porque todas las nicas éramos putas.  Sí, dolió.  No porque me dijeran prostituta, porque ellas son seres humanos, que sienten, aman y acurrucan las penas entre sus pechos como solo las mujeres sabemos hacerlo, sino por la intención cruel que llevaban las palabras, dardos venenosos nacidos de la ignorancia.  

Es entonces cuando añorás más que nunca la sonrisa amable de aquella vecina que te vio crecer, el abrazo lleno de confianza que te brinda el amigo de infancia, los corazones siempre abiertos para vos y que te convencen de que sos una persona buena y de fiar.  Que no sos un pinche extranjero, asesino, violador, ni que viniste a este país con la mala intención de robarle el trabajo a nadie.  Ser inmigrante es salirte de la burbuja cómoda y tibia donde creciste y que flota fuera de tu alcance sin otra despedida que la visión efímera de un arcoíris a punto de estallar. Un día sintiéndome parte de los dos mundos en que he vivido y otro, abandonada por ambos.  El tiempo pasó y los sentimientos, como en una montaña rusa, subieron y bajaron.  He sido presa de la depresión de los valles (especialmente cuando regreso de algún viaje de vacaciones a Nicaragua), de la tristeza de llegar a mi tierra y ya no reconocer a nadie, de estar olvidando mi propio idioma y mis costumbres, de sentirme extraña en mi propio hogar. Pero también he sido testigo del sol calentándome el rostro en la cima de los momentos buenos, de las grandes experiencias, de la gente con un corazón generoso, sin importar su origen y de la lucha de todos los latinos, constante a pesar de los días melancólicos que cada quien guarda celoso en el silencio de su habitación. 

     Migración, un concepto que algunos miran como enfermedad apestosa y otros como una oportunidad.  Sinónimo de vivir en el aire y a la vez en todas partes.  Inglés imposible, español olvidándose. Inventando palabras o mezclándolas con el inglés para poder darnos a entender en esta Torre de Babel.  Escandalizando a la Real Academia Española por nuestras ocurrencias en este submundo que hemos llamado hogar.  Cincuenta millones de hispanos viviendo a diario la lucha práctica y necesaria, llevando con orgullo la etiqueta de inmigrantes, aunque sea escrita con prisa y mala ortografía mientras se huye de la migra.  Descaradamente atreviéndonos  a tejer un sueño en una tierra donde no somos necesariamente bienvenidos.  

    Dejando a la vez correr en las venas los recuerdos de nuestra patria como un bálsamo calmante y necesario para que el corazón aguante. Inmigrante. Más que un calificativo humillante,  una fuerza que nos hace levantar la cabeza y nos motiva a seguir adelante porque hay una familia que mantener y una renta elevada que pagar al final de un mes que se va volando y no perdona flaquezas. Aquí estamos luchando y aquí seguimos soñando mientras tengamos fuerzas.  Mientras tanto, yo sigo fantaseando con mi paisito tropical de caminos de colores que se elevó al cielo una mañana de enero como una burbuja y se perdió entre mis papeles e intentos de poemas.

A doña Lilliam

    Escribo y las palabras fluyen espontáneas de la nada.  Pareciera que esta pantalla, que hasta hace un rato se vestía de blanco, ha decidido abrirse cariñosa como un par de brazos para que yo, hoy que extraño, pueda vaciar mi alma.   Instantes que se añoran y personas que se guardan para siempre en el corazón me visitaron en este día primero de mayo. En el mes preciso, en el momento más inesperado, llenando mis vacíos con recuerdos melancólicos y cálidos que soplaron cariñosos otras épocas de mi vida.

    Mi querida *china.  Hoy ya no está conmigo, pero estas palabras las grito, escribiendo al infinito con la esperanza que me escuche como un susurro en su eternidad.  Siento su presencia en los días de dudas y las mañanas nubladas.   Como aquellas tardes de mis primeros años escolares, cuando llegaba corriendo, buscándola y me refugiaba en su regazo.   Esos días que lloraba porque algún párvulo se había comido otra de mis calcomanías o algún maestro me había dado un reglazo por tener mala ortografía.   Me reconfortaba tanto sus brazos cariñosos, su delantal oloroso a comida de mediodía y sus rizos negros que comenzaban entonces a teñirse de blanco.  Su voz dulce cuando me cantaba Cabellito Rubio y demás villancicos y sones de Pascua nicaragüenses, eran ungüento para el alma.

  Disfrutaba tanto jugar con su pelo, mojárselo, peinárselo, insistir en arrancarle las canas, una a una.  Y ella, callada, dejándose hacer hasta que la veía quedarse dormida. Mi querida doña Lilliam.  No me acuerdo nunca que en mi casa la llamáramos Lilliam a secas, supongo que por respeto.   Ella que fue como mi madre, yo que fui como su hija.  Sin ser parientes, las dos nos quisimos con el alma.




    Es que con usted, doña Lilliam, aprendí a examinar temas, a escuchar con atención y silencio los cuentos de la vida.   A no discutir personas, sino momentos.  A no criticar a nadie, sino entender con respeto.  En su manera sencilla, sin brillo de medallas ni títulos universitarios, cada relato que me narraba traía consigo una enseñanza a tuto.  Jamás nada perturbador, ninguna crítica a nadie, ningún reproche a la sociedad.  Me contaba mil y una historias después del almuerzo que llenaban mi mente de fantasía e ideas.  Palabras buenas y planteamientos sanos, llenos de imágenes e ilustraciones como el mejor cuento de hadas.  Era usted mi biblioteca de pequeñas fábulas, de dichos, de leyendas en aquella Nicaragua que le daba poca importancia a la literatura infantil.

    
    ¿Se acuerda? De cada departamento me detallaba alguna historia.   Allá en Rivas se me apareció el Cadejo el día que murió mi abuela, me contaba.   En León, una señora escuchó una voz misteriosa desde la tenebrosidad del fondo de su casa y se asustó tanto que no pudo caminar ni al zaguán porque los pies se le hincharon como planchas de acero.   Una señora de Masaya me platicó que solo gritando malas palabras pudo alejar a los espíritus de su casa.  Sí, aquellos que tenían caras de duendes.   Que allá en Chinandega aparece un muerto colgado de un árbol las noches de luna llena.  En Semana Santa, a lo mejor y vemos pasar al Judío Errante, tenemos que estar pendientes.   Los viernes santos hay que respetarlos.  No corrás, qué Jesús está en el suelo.   Hagamos cruces de palmitas por si se nos viene una rayería.  Está lloviendo con sol, está pariendo una venada, se están casando las viudas, están pagando los culpables.   ¡Corré...vamos, ayudame a descolgar la ropa, porque en un ratito va a llover! ¡Qué bonitas tardes tuve yo a su lado, en la serenidad de mi casa, en la inquietud de mi mente!


    Pasamos juntas noches de tragedia, dolor de terremoto, terror de guerra, bombas de muerte, escasez, hambre, enfermedades, frustración, incertidumbre. Sin embargo, son los buenos momentos a su lado los que enriquecieron mi vida.  Las anécdotas, las tardes de sol batiendo aquella masa de azúcar, mantequilla y huevo mientras mirábamos la televisión, soñando con el olor a pastel y empanadas que vendría después.  ¿Se acuerda cuando viajamos a Guatemala por tierra y su maleta salió volando en la carretera? ¿Y cómo olvidar aquella noche de la culebra? ¿Y aquella otra vez que...? Detalles y complicidades que solo usted y yo sabemos.  Historias que solamente nosotras entendemos.   


    Sin ser su hija, sin ser usted mi madre, la quise como tal, aunque ya no esté conmigo.  Descanse en la paz del infinito. ¡Feliz Día de las Madres, mi viejita linda!  



*China:  Vocablo nicaragüense que significa niñera.

A mi padre, con amor

            Este corazón mío se regocija de alegría al recordar los buenos tiempos con mi padre. En especial aquel último viaje que logramos...